Elena
en la Isla de Arena
Elena llegó toda
desubicada con el vaivén de las olas, no sabía dónde estaba, sólo veía arena
por todos lados, poco a poco se fue levantando y mientras lo hacía, su vestido
estaba seco. Nada más que el mar atrás, y un blanco arenar frente a
ella. Las palmeras eran de sal, lucían los cocoteros con el brillo de un diamante,
pero sólo era el reflejo del sol, las aves eran cristales cortados que rompían
el silencio con sus trinos, toda la superficie era arena, simple arena.
No entendía por
qué era todo así, lleno de granos de arena
y sal, sal y arena, todo el ambiente caluroso, de ese calor seco que
corta la piel, ese calor de desierto que solamente se puede encontrar en las
arabias, todo le sabía seco, a salitre viejo, a ternura antigua y a tristeza
perenne.
Trataba de saber
dónde estaba y cuándo iba a salir de esa isla salada, cuando se percató de que a
pesar de la marea indómita que le arrastró, aún conservaba el anillo de aguamarina
que el astronauta le había dado como promesa de que, regresando de la luna, se
casarían. Lo abrazó con su mano derecha y se sintió aliviada, cuidada, y segura
de que nada malo le pasaría mientras conservase el amor azul de su prometido
viajero.
Elena caminó y
caminó por toda la isla, no era demasiado extensa y sí demasiado plana, pero
mientras más caminaba el sol comenzaba a tumbarla, la sed, las ganas de unas
uvas verdes y jugosas, apetitosas, dulces. No pasó mucho rato cuando el sol
calentaba su rostro y ella esperaba en la Ciudadela con un vestido corto de
encajes blancos y azules, los pájaros trinaban en el parque y su canto era
fuerte que triunfaba sobre el infernal tráfico cuando el astronauta llegó
detrás de ella acariciándole la cintura suavemente, como si no quisiera
desbaratarla y la sorprendió con un ramo de orquídeas y un fresco beso en la
boca.
El rostro de Elena se encendió, pasaba del cobrizo al rojo intenso, su
piel, se calentaba más, mientras el astronauta, -aún sin el traje espacial,
claro, porque es incómodo andar por la ciudad con casco-, se arrodillaba y le
pedía matrimonio mientras la gente curiosa tomaba fotos y videos. Le había
prometido también, en ese momento, que regresaría antes de su cumpleaños para
que empezaran los trámites de la boda. Elena no sabía si reír o llorar de la
emoción al probarse el anillo de aguamarina, y simplemente dijo sí. El final de
la pedida de tono rosa, con extraños observando y aplaudiendo, como un cierre
de novela feliz y el astronauta besándola hondamente, largamente que pareciera
fuera un ósculo infinito como la travesía que al día siguiente haría. Esa noche,
después de cargarla entre sus brazos, la llevó al departamento y le hizo el
amor infinita y astralmente, como no se ha visto en otros planetas tanta
explosión y orgasmos entre dos seres que se aman.
Elena se sintió
apenada de sus pensamientos, se ruborizó, pero sólo era ella, teniendo un deja vú
en el suelo arenoso, perdida en una isla de sal. Luego, recordó que tenia que
regresar a la orilla de su sala, y subió a una barcaza para retornar. La marea
de octubre estaba pasando y un gato negro la aguardaba.
Hercilia Gato 018`
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